viernes, 24 de octubre de 2008

claro luna

CLARO DE LUNA EN DO SOSTENIDO MENOR OPUS 27

Clic! Clic!
La tarde oscura moría detrás de una Barcelona que apuraba los últimos años del siglo XX, era una luz tenue, suave, traslúcida y limpia la que ocultaba la ciudad a los pies del Tibidabo. De espaldas al sol y aprovechando el momento ideal para inmortalizar el instante, la cámara de fotos de David Ábaco, no cesaba de abrir y cerrar su diafragma. Era la mejor hora para el fotógrafo aficionado, así por lo menos se lo habían recomendado aquellos que decían entender, pero él también lo creía. Barcelona parecía bañada por esa luz naranja de finales de otoño y por el azul intenso del mar que se extendía a sus pies como una alfombra de sueños para morir en el horizonte pálido del cielo. Desde allí arriba, a pesar del aire frío que comenzaba a presagiar el invierno, el espectáculo era triste y hermoso
No era la primera tarde, ni sería la última, que David cargaba con su equipo y recorría los senderos de Collserola para disparar con su cámara, siempre preparada, cualquier cosa que su mirada atenta y observadora captase como bello.
David era un tipo alto, de ojos grandes y azules que denotaban soledad y tristeza en sus 40 años ya vividos de desengaños y fortunas. Andaba con firmeza por los caminos agrestes de la montaña, con una seguridad de alguien a acostumbrado a lo inhóspito del bosque y del lugar. Su cuerpo era fuerte y sus manos las de alguien predestinado a la lucha por la vida.
Clic, clic,clic
Una hermosa flor se abría a sus ojos invitando al espectáculo de la naturaleza y del misterio; amarilla y blanca jugaba con la semioscuridad donde se ocultaba. Una de las últimas mariposas parecía aprovisionarse del néctar ya triste del otoño en Barcelona, los otoños de una ciudad cosmopolita y mundana.
Hacía ya casi un año que había dejado la facultad y sus clases de lógica y epistemología, un poco harto ya de su vida buscaba ese cambio que todos aspiran tener, corría tras una oportunidad que nunca se presentaba, corría tras el sueño de la vida y de su felicidad. Fue feliz, lo reconoce, pero la felicidad como el amor, su amor, nunca fueron eternos, como tampoco fue eterna esa relación que estalló entre sus manos salpicando todo lo que le rodeaba. Desde entonces buscó la redención, buscó el camino y el guía para salir de todo aquello que le ahogaba. Se había equivocado y el reconocerlo le hacía sentirse sin posibilidad de buscar ningún perdón. Lo dejó todo, su trabajo, su vida, su autoestima y hasta ese amor que tanto amó y que enterró entre los recuerdos de un viejo cajón y entre unas viejas cartas que siempre escribió y que nunca se atrevió a mandar.
Ahora todo parecía demasiado cercano para reflexionar, demasiado caliente para pensar, él, que se había pasado la vida enseñando a razonar, descubrió que la razón era simplemente una trampa que le tendió la vida para no perderse en el desconsuelo de su propia limitación. Ahora, como esa colección de materias muertas que se almacenaban en la caja oscura de su cámara, pertenecía al género de las personas en busca de una identidad nueva que le ayudase a encontrar un poco mas de sentido al hecho de existir en ese mismo momento.
Clic, Clic
Con su largo objetivo capturó a un alegre pajarillo que sostenía en su pico alguna presa diminuta que aun se movía y que había caído prisionera de sus propios errores, aquellos que él cometió alguna vez, y que por su causa, como aquel pobre insecto, fue devorado sin escrúpulos por otro más grande, más fuerte y más hambriento, sin duda.
Clic, Clic
Una vieja encina con una forma extraña rompía el horizonte.
Había decidido darse tiempo, había decidido ejercer su facultad de pensar de una forma gratuita en su propio provecho y en su propio beneficio, y estaba lo suficiente loco y desesperado como para poder hacerlo. Quería ordenar su vida después de la marea final, después de perder todo lo que le importaba había decidido llegar por si mismo a alguna parte, allí donde el oleaje amainase y donde empezase a pisar otra vez tierra de una manera más segura y más firme
Clic, clic
La tarde moría lentamente y la montaña que tenía a sus espaldas terminaría por engullir una ciudad que no podría escapar a sus propias raíces y a su propia historia. Siempre había sido así y siempre lo sería.
Clic, Clic
Era el momento de volver a su casa, un piso pequeño, pero cómodo, donde meses atrás se había trasladado con lo que le había quedado del naufragio. Un lugar pequeño para adaptarse a la osadía de vivir consigo mismo, sin duda una de los peores retos a los que se tenía que enfrentar, a la valentía de sentir sus ideas, sus pensamientos, a la dureza de estar sometido a la dictadura de la razón, que hora tras hora en la soledad del piso, le recriminaba todas aquellas cosas que alguna vez hizo mal y que le censuraba constantemente la valentía de ser libre en sus aciertos y en sus errores.
Clic, clic
Bonita vista
Podría vivir por algún tiempo sin preocuparse de nada antes de volver otra vez a la dureza del día a día, a la dureza de la rutina y a sentir sobre sus talones los pasos de los viejos fantasmas que siempre acabarían por devorarlo. Quizás por entonces fuese otro hombre, quizás más duro, quizás con más suerte , quizás fuese el mismo que nunca tuvo que ser, o quizás para aquel entonces ya estuviera muerto y olvidado para toda aquella gente que alguna vez tuvo voz y voto en su vida. Nadie lo sabe, ni nadie lo sabrá, ahora estaba allí en medio de la montaña porque quería estar, porque le apetecía estar, porque quería fotografiar algo que no pudiera ver, o algo que no pudiera tener, quizás descubriese cosas que nunca había visto o quizás esperaba fotografiarse a sí mismo. Eso nunca se sabrá, solo sabe que le apetecía... Clic, Clic… y que se sentía mejor cuando lo hacía y porque nunca antes lo había hecho y porque allí quizás no se encontrase lo suficientemente desesperado como para sentirse solo y tal vez abandonado.
Clic clic,
Las últimas fotos, una mirada postrera a la ciudad y un adiós sinuoso. El día moría lánguidamente, era la forma perfecta de morir, la vida se le escapaba de las manos sin darse cuenta y sin saber cómo.
Empinó el estrecho camino entre los matorrales y se dirigió a su pequeño coche donde nadie le esperaba, solo el silencio estruendoso de la montaña mágica, las palabras del viento al romperse contra los árboles y el ruido efervescente de los pequeños animales que habitan en nunca sabe donde.
Era la hora de regresar, se sentía cansado y aturdido de ese largo paseo, no sabía ni él porque ni el cómo había ido a parar allí, pero allí estaba, lejos de todas partes y dispuesto a nada. Abajo solo le esperaba su pequeño apartamento y su montón de sueños rotos almacenados como trastos viejos en algún rincón oculto de su habitación.
Arrancó su coche y se deslizó montaña abajo jugando con la carretera y sus estrechas curvas de asfalto negro, tan negro como los ojos que un día al mirarle le dijeron adiós y no lloraron.
En su coche sonó “Claro de luna” de Bethoveen, no sabía si era casualidad o si así lo había previsto, pero allí estaban aquellas notas vibrando ante su oído, notas que se deslizaban por su cuerpo como la lluvia que comenzaba a caer.
Caía lentamente, enturbiando sus pensamientos más profundos, incapacitándole para pensar desde su frialdad objetiva. Todo adquirió un color distinto, todo parecía transformarse ante las notas de aquel piano asesino que mataba su soledad. Se dejó llevar en aquel viaje a ninguna parte que comenzaba a deshacer sus sentimientos, respiró profundamente y firmó su rendición sin condiciones. ¿Porque había de sonar aquella música en un día como aquel, porque había querido escuchar aquellas notas que tantos recuerdos traían a su mente y que tanto daño le hacían? Eran sonidos, que como casi siempre, eran sonidos de otros tiempos y de otros momentos que acababan volviendo para recordarle lo solo que se encontraba.
Sonrió.
La sonrisa se dibujó en su rostro como una mueca ante la nada más absoluta, su sonrisa a veces no tenía sentido solo humanidad, una respuesta que como las olas del mar suelen romper en la orillas de la playa o en las rocas de las costas, olas y sonrisas que como empiezan suelen terminar para no haber existido jamás.
Se sintió diferente en esos momentos, se sintió el centro del mundo, un mundo donde no terminaba de encajar, solo cuando se olvidaba como en aquel momento de quien era realmente, cuando se olvidaba de su vida de perdedor y se entregaba a las notas que vibraban en su oscuro interior de hombre nacido para no saber porque no era feliz.
Empezó a cruzar las primeras calles iluminadas de esa luz tenue entre amarilla y anaranjada que nos anuncia la civilización. La gente caminaba deprisa, agazapados tras los paraguas de tela queriendo ir siempre hacia algún lugar, hacia algún tiempo, arrastrando sus cuerpos tras unos pasos a veces firmes, a veces inciertos, a veces inexistentes, llevando en sus espaldas sus mochilas cargadas de historias y sentimientos que recogen para hacerles más esclavos de la vida, para perderse siempre en una ciudad mojada por la lluvia y por la luz de las farolas que ocultan tras de si la belleza de la noche estrellada.
El quería ver siempre las estrellas.Claro de luna seguía sonando en su interior. Fuera llovía

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